Taller clandestino de costura. Yaya Firpo

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Diario de la ocupación | Sábado 8 de octubre de 2016 | Taller clandestino de costura. Yaya Firpo

Hace unos meses, condenaron a 13 años de prisión a los encargados de un taller clandestino del barrio de Caballito donde, en un incendio ocurrido en 2006, murieron atrapados entre las llamas cinco chicos y una joven embarazada.

Según la organización social La Alameda, el 78% de las prendas que se fabrican en la Argentina proviene de talleres clandestinos en los que trabaja más de medio millón de personas. En la Ciudad de Buenos Aires, este número alcanza aproximadamente a 30.000.

En una nota publicada en el diario La Nación el 21 de abril pasado, Claudio Drescher, presidente de la Cámara Industrial Argentina de la Indumentaria (CIAI), afirmaba: «Se estiman en 25.000 las personas en la ciudad que trabajan en la informalidad y en 5000 las que lo hacen en condiciones de esclavitud».

– Yo con esto no quiero hacer un panfleto. No quiero ser hipócrita. Simplemente, me expongo como explotador.

Y, aunque él lo niegue, el taller clandestino de costura montado por Yaya Firpo en Casa tomada tiene algo de denuncia: visibilizar el trabajo esclavo, abusivo, precario y peligroso.

En la enorme mesa de caballetes hay telas, tijeras, carreteles de hilos, bocetos y dos maquinas de coser. Una es la que usa Yaya. La otra es la que usa la costurera, la peruana, la que trabaja en un taller de costura del Once, la explotada.

– Le pago como costurera -destaca-, y esta obra para la que ella cose (se refiere a unos billetes antiguos de un dólar, realizados en collage de tela de gran tamaño) la voy a cobrar como artista. No quiero ser hipócrita. Vengo a decir: soy el explotador.

Firpo parecería no tener problemas para responder una de las preguntas que atraviesan Casa tomada. Deja bien claro: aquí, el Artista soy yo. Y es precisamente su calidad de artista la que lo convierte en explotador. ¿Qué pasaría si compartiera la ganancia de la obra con la costurera? ¿Sería menos explotador? ¿Sería menos artista?

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Huella. Croceri

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Diario de la ocupación | Viernes 23 de septiembre de 2016 | Huella. Croceri

Sentados en el piso. Un grupo de personas al rededor de un balde, sentados en el piso. Y yeso. Una mujer se destaca de entre ellos, una mujer que lleva, que guía la acción, el encuentro. Tiene sus manos en el balde. Mezcla, agrega, prepara el yeso. Al terminar, le pide a los demás que conformen con sus manos una suerte de cuenco. Pero entre todos. Como un gran cuenco colectivo. Ella toma el balde con el preparado y lo vuelca sobre la unión de manos entrelazadas. Entre comentarios y risas, el yeso cae. Se posa. Se ubica. Se moldea entre los dedos. Una mezcla espesa y fría. Una mezcla que poco a poco, minuto a minuto se va haciendo cada vez más dura.

Llega el momento de liberarse, de dejarlo ser, dejarlo ser lo que fueron esas manos, lo que fue esa fusión. Jimena Croceri, la artista encargada de llevar adelante la acción, les pide que uno a uno vayan quitando sus manos, lenta y delicadamente, del yeso. Así lo hacen. Uno a uno sacan sus manos. Con cuidado. Con mucho cuidado.

Todo iba bien, ya casi era una pieza única, independiente. Solo faltaba una mano. No. Un dedo. Uno de los hombres no podía quitarlo. Risas. Miedos. Nadie quería que todo ese trabajo se eche a perder. Se para. Se agacha. Da vuelta el brazo. Finalmente lo consigue. Aplausos.

Jimena toma la pieza de yeso final, la muestra, la explica y la apoya en donde permanecerá durante la exposición.

Ahí yacen. Son tres. Algunas más grandes, otras más chicas, dependiendo de la cantidad de integrantes del grupo, de la cantidad de manos. En el mismo espacio, una proyección de los encuentros, del procedimiento. De las uniones.

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Un viernes cualquiera en Casa Tomada

Diario de la ocupación | Viernes 7 de octubre de 2016 | Un viernes cualquiera en Casa Tomada

Foto 1: Varias personas sentadas en una ronda de mesas bajas, como un gran pupitre circular. Distribuidos regularmente, en cada mesa que forma el círculo: dos ejemplares del Facundo, de Domingo Faustino Sarmiento, marcadores, lapiceras, un cutter, un pedazo de cartón del tamaño de los libros, plasticola. Y un cartel: AULA DE ACTIVIDADES PRÁCTICAS. INSTRUCCIONES.

La consigna que propone Sebastián Friedman, okupa de este espacio, es clara: cada participante debe abrir el Facundo en una página al azar, comenzar a leer y, cada vez que encuentre las palabras “civilización” o “barbarie”, cortarlas (“extirparlas”) cuidadosamente y utilizarlas para “componer-escribir una forma propia de pensamiento” en el segundo ejemplar del Facundo, que está en blanco.

La actividad comienza con la lectura de Taty Almeida. Con la fuerza y el magnetismo que irradia su pañuelo. Taty lee. Cierra el libro. Mira alrededor. “Sinceramente, leí el Facundo una sola vez”, confiesa. Habla de la injusticia. De la “civilización o barbarie”. De la aristocracia y del pueblo llano. Del neoliberalismo, “ese mal que hace mucho venimos combatiendo”. De la justicia por mano propia, otra realidad contra la que ellas luchan hace cuarenta años. Y de los treinta mil. Porque fueron treinta mil.

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Foto 2: Hay nuevas pintadas en las paredes. La habitación ya está completamente desnaturalizada con respecto a su ocupador anterior. En una esquina, una mesa atiborrada de objetos. Sasha Sathya está sentada en el piso, con una guitarra a upa. Una boa de plumas tirada en el suelo. Dos pedaleras de efectos que maneja con las manos. En la cama, en el centro de la habitación, descansan unos auriculares.

– Pasá y ponételos. Podés sentarte o acostarte -, indica desde esa esquina. La voz temblorosa, la mirada esquiva.

Los auriculares reproducen el sonido distorsionado de la guitarra. Distorsión, angustia, opresión. Ganas de salir. Y de quedarse. ¿Qué está pasando acá? Sathya es impenetrable y al mismo tiempo completamente vulnerable. Entra el ruido proveniente del espacio de Sonido Cínico, que está justo enfrente. Alguien se sentó en la batería y toca. Ella no se inmuta. Y sigue. Sigue el acople de la guitarra. Toma un micrófono. Se pone ya casi de espaldas y, entonces, empieza a hablar. La voz metálica habla de un sueño, de una música. Cuenta que se siente “atascada en un charco de brea”. Habla del fin del mundo. De la “desesperación por no saber qué hacer con el tiempo que queda”.

Casa tomada


Foto 3: La 202 (el Salón de Usos Múltiples) está llena de gente. La gente llega hasta los ascensores. Algunos tienen vasos de plástico en la mano. Se apaga la luz, se llena todo de humo. El beat del sintetizador tarda unos minutos en acomodarse con el de la batería. Es un detalle, una síncopa casi imperceptible. Va y vuelve. ¿Es a propósito? La luz continúa apagada mientras Proyecto Gómez Casa entra en calor. El público comienza, tímidamente, a mover la patita.

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Un viernes cualquiera en Casa Tomada.